Seguro que conocemos todos algún «manual de buenas maneras», todavía no soy conocedor de uno en el que se indique cuál debe ser la distribución en torno a la mesa de sillas, platos, adornos, puntos de luz, tarjetas… y, naturalmente, convidados, en el que se recoja qué lugar más o menos privilegiado debe ocupar el receptor de televisión; cuándo debe conectarse o apagarse, qué posibles técnicas se puede aplicar para trocear – analizar, saborear – comprender y mondar – mondarse (entre otras) los distintos platos –más o menos elaborados–, del variopinto menú de la programación televisiva.

Ya sé, ya sé, tal vez la respuesta debería ser, «-¡Oiga! Es que la televisión no debe estar en el comedor». Supongo que intentando reflejar la idea de lo saludable que es comer «sin la tele».

Si ese fuera el planteamiento, me vería obligado a recordarle a mi interlocutor que no parece muy en boga la ética kantiana del «deber por el deber» y que aparece, no sé si demasiado, pero abundantemente extendida, la costumbre de comer con, frente, en torno… al receptor de televisión.

Por lo tanto, dado que en un considerable conjunto de hogares al televisor se le adjudica, al menos, el papel de comensal, algo habremos de regular al respecto.

De acuerdo con los tiempos en que vivimos, enseñar a comer con cuchillo y tenedor es paralelo a enseñar a ver la televisión, y aquí la familia desempeña una función sustancial. Un inquilino ha entrado en nuestras casas y se trata de ser unos excelentes anfitriones. Antes, los cuartos de estar ritualizaban su espacio alrededor de una mesa, donde se conversaba; hoy el cuarto de estar se ha convertido en el cuarto de ver, con el televisor en su centro, que convoca a la familia y preside (y disgrega) a quienes estamos en casa.

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